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Relax y naturaleza en las playas de Rocha

A lo largo de 180 kilómetros, la costa oceánica de este departamento uruguayo se desgrana en enclaves con carácter propio.

La brisa peina dunas extensas. Viajeros y lugareños son testigos de atardeceres inolvidables. Frente a un mar multifacético, la ronda de compañeros es como un reloj que siempre acompaña charlas sosegadas. Junto con postales como estas, en general, en Uruguay es como estar en la casa de la abuela: como estar en familia, pero sin el desgaste y los juegos de lo cotidiano. Y, lejos del cemento, las playas de Rocha enarbolan banderas de distensión y esencia agreste.

El nombre es una paradoja

El infierno no tiene cabida en Punta del Diablo. Pese al despertar turístico y la llegada de extranjeros, este lugar conserva la cadencia histórica del pueblo de pescadores.

En el acceso de la playa La Viuda, se explaya un despliegue multicolor de ranchos con techos de paja. "El que se vende al baño", dice la regla número uno, una de las frases que hay en un restaurante conocido. Entre las citas ineludibles, una sesión sobre las rocas para el regreso a las embarcaciones cargadas de pescados y camarones; otra es un paseo a la tardecita por la feria de artesanos para terminar picando algunas exquisiteces de mar.

Si se quiere evitar el tumulto, se puede ir al norte a Playa Grande, una bahía de arena clara dentro del Parque Nacional Santa Teresa, área protegida que posee un fuerte del siglo XVIII bien conservado con sus torres, cañones y anchas paredes de piedra.

La versión "cool" del Cabo

Así definen a Barra de Valizas. Rústica, pecado calles trazadas y medida para quienes buscan desenchufarse. Suele ser un punto de encuentro de los que esquivan el bullicio y el esnobismo de otros destinos costeros. Durante el día, la playa obliga a apelar a un kit básico de mate, libro y capacidad introspectiva. El manual del buen local defiende a rajatabla el natural de los humedales, las aves migratorias, las lagunas y los cielos estrellados.

Para los más activos, una opción es cruzar el arroyo de Valizas en bote y subir al cerro de la Buena Vista, desde su punta se divisa el "Cabo" y la laguna de Castillos.

No se parece a nada

Es sui géneris. Entre hippies setentosos y pescadores artesanales, Cabo Polonio es una pausa en la velocidad de la tecnología y una buena burbuja para aislar del tráfico urbano. Agreste y ecológico hasta la médula, en su despojo y precariedad reside en su seducción. En general, los viajeros llegan hasta aquí para sentirse conquistados por la libertad.

Para acceder y regodearse en sus arenas hay que sortear ocho kilómetros de dunas en camiones safari, caminando o caballo. Playa Norte o Calavera es la más tranquila, donde están la mayoría de las construcciones de madera y colorida. Playa Sur o la "Beverly Hills" se posicionó frente a donde se afincaron los yuppies, en casas más parecidas a la de la Barra, que están a la altura del Cabo.

Eterno aire de pueblo

Un acantilado interminable, una rambla ventosa, bellas casas de marcas y celebridades de bajo perfil. Lejos de las luces y el espectáculo de este, La Pedrera supo que el viajero desertor de Punta. Con los años comenzó a crecer las tiendas de diseño y el rubro gourmet, haciendo buen ensamble con sus anchas playas. Desplayado es la más familiar; mientras que La del Barco congrega la movida juvenil. Los que prefieren la soledad se alejan hasta Punta Rubia o Tajamares.

Con onda y aspecto chic, por su impronta, encaja bien con jóvenes mochileros y despreocupados. Cuando la noche gana la escena, muchas ojotas transitan la calle principal, que se vuelve una peatonal ideal para tomar algún traguito y recargar energías.