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Mi primer viaje de quince

Nada en mi familia (política) se hace en soledad. 

¿Cuántos viajan? Quince. Los ojos de la señorita de la agencia de viajes se agrandan como los de un dibujo animado “ponja”. ¿Edades? 14 el más chico, 83 el más grande.

Algunos querían tener su primera experiencia de volar, así que no se discutía el destino mientras se llegara por arriba. Listo, lo decidimos: Playa del Carmen. “Falda del Carmen no, viejito querido, Playa del Carmen”.

Para ir todos juntos al aeropuerto, alquilamos la trafic de Pablo, que traslada a las inferiores de San Lorenzo cuando juegan de visitante. El frío de junio nos convocó en el Taravella a las dos de la mañana. Hubo nervios, emoción, ruido de los motores, ojitos brillantes, ojos cerrados, manos apretadas. Alguno, para disimular el “cagazo”, leía el catálogo del Duty Free. Después vino la nada, el silencio, una tranquilidad sin baches. Una hora más tarde, y con los pies a 11.000 metros, la voz susurrona de una de las debutantes se filtró entre las butacas: “¿Cuándo salimos, viejo?”

La escala en Perú fue la aclimatación previa al destino final: calorón, humedad, transpiración, nervios. Pasamos el papelerío del aeropuerto, y a seguir.

Llegamos a Cancún. 1, 2, 3… 15: estamos todos. Alquilamos otra trafic, en la que íbamos estirando el cogote para ver el mar que se hacía desear. Llegamos al hotel y vino la repartija de habitaciones: a mí me tocó con mi señora.

Llevábamos una consigna muy clara y que había que cumplir a rajatabla: cada uno haría la suya. El que se quisiera ir solo de excursión, se iría; el que prefiriera dormir la siesta o desayunar solo, podía hacerlo.

Misteriosamente, y sin acordarlo, llegábamos a desayunar todos a la misma hora. Para cumplir con la consigna, nos sentábamos en mesas separadas, a un metro y medio más o menos. Después sí, nos dividíamos: los viejos a la pileta y los jóvenes al mar –yo iba con los jóvenes–. Una vez instalados, llegaba la hora de buscar las bebidas (que allá parecen gratis) y, acostumbrados a los multitudinarios asados de los domingos, seguíamos la regla del “si toma uno, toman todos”. Así, comenzaba un desfile de varias bandejas con coloridos brebajes. Estábamos nuevamente juntos, como en un comercial de Quilmes. En la cena sí, nos poníamos firmes y comíamos los 15. Pero, para cumplir con la consigna, cada uno pedía lo que quería.

Como casi todos los hoteles de la zona, los edificios con las habitaciones están enclavados en laberínticos parques que desorientarían al mismísimo Indiana Jones. “Esto no es el club de abuelos que pueda recorrer con los ojos cerrados, suegrito; su habitación es para el otro lado”.

Sólo nos separamos un día: diez de los más jóvenes nos fuimos de excursión a la Isla Mujeres. Abordamos un catamarán con la compañía de gente del Viejo Mundo. Dentro de un clima muy cordial, surgió un tema de debate universal: el fútbol. Mientras discutíamos con un madrileño (en viaje de bodas) sobre Ronaldo y Messi, obviamente, las mujeres de mi grupo pedían autógrafos al futbolista italiano que ni siquiera recuerdo/entendí cómo se llamaba. Los guías mejicanos asumían resignados su inferioridad en el tema mientras repartían sal, tequila y limón (a sacarse el sombrero: para eso sí son unos maestros). Las únicas que desentonaban en la embarcación eran la “nueva señora” y la novia del tano, a juzgar por sus miradas contabilizando pelícanos en vuelo, sin intervenir ni con sonrisas.

Llegó el momento del snorkel. "Los dejamos acá y la corriente los va a llevar a la deriva unos 500 metros más adelante, donde los vamos a estar esperando", sentenció el capitán, sentenciando así mi intención de emular a Jacques Cousteau. Preferí quedarme en catamarán firme, discutiendo con el madridista. Un primo también desistió porque, acusó molesto, no veía tantos pececitos de colores como en Cuba.

La paradisíaca isla nos recibió de la mejor manera. La arena blanca, la gente bella, los vendedores ambulantes ofreciendo suvenires que ya había comprado por el doble de precio al muchachito pobre de Cancún. Incluso la foto con el tiburón gato cautivo me parecía linda –lo digo ahora, con vergüenza–. Los chicos comentaron: “Cómo no trajimos a los viejos”.

Miento si digo que no hubo roces, claro que los hubo: mucha espuma en la cerveza, “esa reposera es mía”, “me mojaste la toalla” y cosas así; incluso peores. Pero fueron siete días increíbles. Me animaría a decir que, si hubiésemos ido a Falda del Carmen, hubiese sido lo mismo: el lugar siempre es lo de menos.

Volvimos. 1, 2, 3… 15: estamos todos. En los días siguientes nos juntamos a ver las fotos. Cansamos con las anécdotas. Prometimos volver, como los egresados a Bariloche.