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Cuaderno de Viaje: El otro lado del río

La Ciudad Vieja, el Mercado del Puerto, la Rambla, la Plaza de la Independencia y más en un fin de semana en Montevideo.

Viernes

Estoy en un buque entrando a Uruguay, aturdido por este vaivén incesante que no me deja pensar en nada que no sea este vaivén incesante. A mi lado hay un grupo de chicas alborotadas, presumiblemente porteñas, que planificaron una despedida de soltera en algún lugar de la Banda Oriental. No sé si son porteñas, pero hablan todas al mismo tiempo, a los gritos, casi sin respirar, entre risotadas que podrían emerger de cuerpos poseídos por entidades demoníacas. Sí, quizá sean porteñas. Asumo que tendrán una despedida de soltera porque a una de ellas la disfrazaron de pancho con mostaza y la exhortaron a bailar durante todo el viaje.

Llego a Colonia y subo al micro que sale para Montevideo. Me duermo cuando apoyo la cabeza en el asiento y abro los ojos justo en la terminal Tres Cruces.

Sábado

A media mañana hay poca gente en el desayunador del hostel. El mobiliario es multicolor y el patio tiene macetas grandes con fragantes y espesas plantas de marihuana. Debajo de la escalera principal veo cinco bicicletas. Alguien me dice que se pueden alquilar por el día. Este es el día, así que decido alquilar una para recorrer la ciudad.

Voy por una calle con veredas repletas de árboles que se abrazan en lo alto formando una cúpula ondulante de hojas verdes. En una parada de colectivo pregunto cómo salir a la Rambla. Una mujer me indica el camino más corto y recomienda lugares para pasear. “Gracias”, le digo. “Merece”, contesta, y agrega: “que pases bien”.

Doy vueltas por ahí y desemboco en la Plaza de la Independencia, en cuyo centro está el monumento a José Gervasio Artigas, máximo héroe charrúa. A un costado de la estatua se ve una escalinata larga que conduce a un mausoleo subterráneo. Un señor adivina mi intención de visitar el lugar y se acerca para decirme que abajo puedo dejar la bici.

Una urna de madera contiene los restos de Artigas. Recorro en silencio el espacio y al salir vuelve a acercarse el mismo señor de antes. Me cuenta que es profesor de historia y que viene cada fin de semana para no olvidar quién es. Le flamean un par de lágrimas cuando habla de la influencia del prócer federal, las ideas que defendió, las traiciones que sufrió, sus derrotas, el exilio definitivo. Nos despedimos junto a una de las 33 palmeras que hay en la plaza.

En el Mercado del Puerto, sentado a la barra de una parrilla, almuerzo tardíamente una exquisita pamplona de cerdo, que es una especie de arrollado relleno de verduras, panceta, aceitunas y queso. Me pongo a charlar con la cajera. Repite una muletilla que escuché mucho acá: “’ta”. Es un comodín gramatical y, de alguna manera, un instrumento filosófico. Capaz que los uruguayos encontraron la manera de resumir en una sílaba la esencia de la aceptación y afirmación del devenir. Conversamos de política, viajes y costumbres. Dice que le parece bien que Uruguay sea un país laico y que se aprueben leyes progresistas, pero opina que la vida es cara y que los argentinos tenemos más fervor patriótico que ellos. Yo pienso que nos pinta más la exaltación irracional de los símbolos que otra cosa, pero no le digo nada porque no sabría cómo argumentar eso y sobre todo porque tengo la boca llena de pamplona.

Sigo pedaleando despacio por Ciudad Vieja, entre puestos de artesanos, murales coloridos y psicodélicos, vecinos que saludan porque sí, turistas, vagabundos y artistas callejeros. Salgo nuevamente a la Rambla para buscar un rincón donde tirarme un rato en la playa.

En medio de una fila de palmeras petisas, en una zona escarpada de la costa, miro cómo se va apagando el cielo. Gente con reposeras, mates y libros se entrega al espectáculo del horizonte. Suena una guitarra lejana, se percibe el perfume denso y sugerente de un porro. La luz descendente le dibuja un contorno rojizo a los cuerpos. Atrás, los edificios son un amasijo de Rasti gastados por el tiempo. Por ahí no es todo tan así, qué se yo, creo que ando sensible porque mañana tengo que volver.

Domingo

Mi despedida de Uruguay consiste en quedarme durante horas sentado en la arena, leyendo y tomando mate. Antes de salir para la terminal, paso por un supermercado para comprar yerba autóctona. Elijo la marca Abuelita. El empaque presenta la imagen de una señora sonriente de cabello blanco y corto con un cielo de fondo.

En el buque veo a las mismas chicas de la despedida de soltera que viajaban a la ida. Tienen caras de mal dormidas. Todo se sacude ni bien zarpamos. Esta vez intento pensar en cualquier cosa que me alivie el mareo, entonces fantaseo con la idea de vivir en Montevideo. Imagino el trabajo que podría conseguir, el barrio en el que tendría mi departamento... Pero “‘ta”, por ahora me sigue tirando más el otro lado del río.