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Cabo Polonio, en modo off

En el departamento de Rocha, entre los balnearios de La Pedrera y Valizas, está el destino uruguayo más bohemio y mochilero.

No se parece a nada. Es como una isla, o un desierto. Nada de luz eléctrica, tampoco agua potable. Salvo en algún que otro hostel multicolor desperdigado anárquicamente por el espacio salvaje. Ni hablar de asfaltado y vehículos particulares. ¿Wifi? A cuentagotas.

Entre hippies setentosos y pescadores artesanales, Cabo Polonio es una pausa a la velocidad agobiante de internet; un descanso a las notificaciones de WhatsApp; una burbuja para aislarse del tráfico urbano.

MÁS DATOS. Información útil para veranear en Cabo Polonio.

La falta de servicios obliga a ejercer la creatividad en todas sus formas. Algunos buscan formas alternativas de energía; otros hacen honor al reciclaje y pintan las paredes de chapas corroídas por el salitre. Es simple: lo que no se tiene se compensa con lazos cooperativos, casi como una obligación entre los lugareños y los visitantes.

Es agreste y ecológico hasta la médula, y en todo ese despojo y esa precariedad bien llevada reside su seducción. En general, los viajeros llegan hasta aquí para sentirse conquistados por la libertad.

Acceso particular

Para acceder, a consecuencia de que no se puede entrar en auto, la mejor opción es atravesar los ocho kilómetros de dunas en camiones safari que en la caja, descubierta, tienen un armazón preparado para los pasajeros que parten desde la terminal, ubicada en el kilómetro 264 de la ruta 10 del departamento de Rocha.

Después de la travesía de media hora, aparece el premio mayor: las anchas playas, el mar y el faro, conjugados con casas que no respetan ningún trazado en las que convive una comunidad mínima estable que se nutre de una mezcla de tribus: viejos hippies, pescadores, ecologistas, autoexiliados, músicos, artesanos y algo más. Ese es el cuadro que grafica a este pueblo uruguayo de pescadores que se encuentra en un Parque Nacional protegido desde 2009.

De atrás hacia adelante

Dicen que los aires rebeldes vienen de tiempo atrás, de los tiempos de la Conquista y del naufragio del barco Nuestra Señora del Rosario (1753), comandado por el ibérico Joseph Polloni. De él deriva su nombre.

Más adelante, en los años ’80, fue Stéphane San Quirce, un francés idealista que dejó su vida ejecutiva para construir un ranchito, quien comenzó a potenciar turísticamente este lugar cuando empezó a llevar mochileros desde Barra de Valizas.

Día y noche

Si se llega para pasar el día, una opción es empezar por la playa Norte o Calavera, la más tranquila, donde están la mayoría de las construcciones coloridas de madera añeja, de cierto aire hippie, para luego almorzar en La Perla.

Por la siesta tarde, hay que mudarse a la playa Sur, la “Beverly Hills” frente a la cual se afincaron los yuppies en casas más parecidas a las de La Barra esteña que a las del propio Cabo. Por estos lados, el atardecer converge entre mates y guitarreadas.

Pero sólo los que se quedan después de que cae el sol tienen su bautismo “poloniense” al pasar la primera noche sin luz, bajo la gracia de la luna llena y de las velas y faroles dispuestos en los pequeños boliches que aseguran encanto y buen clima.

Además, en el súmmum de la oscuridad, la magia del Cabo y la vida en modo off –únicamente en conexión con lo natural– adquieren relieve con la compañía invaluable del cielo estrellado y la melodía del mar instrumental, y se agudizan al extremo con la puesta lunar.