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Angra dos Reis te pone la piel de gallina

En este pequeño paraíso al sur de Río de Janeiro, el mar y las islas son inevitablemente gloriosos.

Máximo, 600 palabras. ¿Cómo escribir algo sobre uno de los lugares que más quiero en este mundo y que encaje en 600 palabras? Lo primero que se me vino a la cabeza fue escribir palabras aisladas, prescindiendo de los artículos, para de esa forma meter a presión todo lo que entrara. El resultado no me dejó conforme: mar-cielo-rojo-transparente-verde-costa-palmeras-tortugas-calor-humedad-arena-montaña-espalda-ladera-cayendo-río-cascada-puerto-escuna-Cataguases-dentista-flechas-botihnas-isla-islas-grande-caliente-suelo-Brasil-Caribe-igual-mejor-abacaxi-tortilla-camarón-calamar-frito-mercado-pescadores-ruta-paraíso-sueño-centro-ojotas. Las palabras estaban pero no decían nada o al menos no podían, así –separadas, colgadas–, decir lo que yo quería que dijeran.

¡Qué desafío el de las palabras! Qué desafío para esa sucesión de caracteres el de crear en la mente y los ojos del que lee lo que yo  veo cada vez que voy a Angra dos Reis. En eso estaba: tratando de explicar, de poner en un texto como el que sigue, lo que me pidieron que contara. “Angra dos Reis es una pequeña ciudad rodeada de islas, apretada entre las montañas de la mata atlántica por un lado y el mar y la silueta de las montañas verdes de Isla Grande del otro. Es un pequeño paraíso de aguas transparentes y cálidas 150 kilómetros al sur de Río de Janeiro. Un lugar donde las playas en la costa son casi todas decepcionantes, pero donde el mar y las islas son inevitablemente gloriosos”.

Y otra vez lo mismo. Me asaltó esa sensación extraña y a la vez sincera de entender que no estaba siendo justo. Las palabras que necesitaba se iban amontonando tratando de llegar a 600 pero no lograban transmitir lo que yo quería. Es que de algún modo, entendí, estaba pidiéndoles demasiado. Pretendía inútilmente que mis palabras escritas, las 600 de máxima, le llenaran el corazón, le pusieran la piel de gallina, le hicieran sentir lo que siento al otro, a vos, que te seguirás preguntando de qué se trata esta historia. Abandoné, entonces. Me resigné a hacer lo que podía y así salió esto que apenas tiene 273 palabras.

El mar brilla y se mueve como si fuera una seda preciosa, liviana, lustrosa que ondea en un viento apenas perceptible. Brilla cuando se levanta la onda exacta que enfrenta al sol que vigila todo. El mar es de un turquesa profundo a esa altura del recorrido. Ya fue celeste, ya fue turquesa claro, ya fue transparente y translúcido. No hay camino, no hay recorrido, porque no importa el lugar donde vayamos encontraremos casi el mismo paisaje. El mar es un imán tan potente que es imposible quitarle la vista.

Sobre la costa las montañas han copado el paisaje y ya no se ven vestigios de playa alguna, tan sólo el verde intenso de una selva que parece haberlo cubierto todo y las manchas grises de las casitas de Angra que se han ido subiendo por ella. Al otro lado, más lejos, la silueta de Isla Grande es gris verdoso por efecto del sol del mediodía. Paramos. Detenemos el velero. Las velas no flotan, caen. Paramos ahí en el medio de ningún lado. Somos uno, todos nosotros, el barco, el sol, el tiempo que se esfumó y el mar, por supuesto. No hay necesidad de tener un destino preciso, de una carta de navegación, de un GPS o un rumbo. El mar es de un turquesa profundo. Saltamos. Todos. Es hundirse despacio, lento, con esa agua untuosa que te acaricia y no quiere que te vayas. Abrir los ojos y ver el fondo allá abajo y suplicar para que no se te acabe el aire. Salir, subir, respirar de nuevo y comprender por enésima vez que no hay forma de explicar un sentimiento.