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Estados del agua

Se sospecha que una sensibilidad especial se despierta en las vacaciones, cuando se suele estar más abierto al toque del misterio. En ese estado mental, usted puede sentirse ligero y fuerte, incluso puede presumir de conocer el secreto; pero no se confunda, el enigma no lleva necesariamente a la revelación.

Como dice Saramago sobre un viaje por el este de Portugal: “Hay secretos en esto, pero no de esos que las palabras pueden contar”. Pero fíjese, hagamos de cuenta que las palabras alcanzan y que tenemos tres minutos de vacaciones, yo hago el intento de contarle un descubrimiento, usted acompáñeme. Y si se encuentra algo nuevo en el camino, habremos ganado.

Arenas

El guía nos encaró y habló en voz baja: “Tienen que ir a la cascada Ñivincó. Tomen la ruta 40 de Villa La Angostura a San Martín de los Andes, pasan el lago Correntoso y a unos 20 kilómetros, del lado izquierdo, van a ver la entrada al sendero. Vayan atentos porque está un poco escondida, hay que caminar una hora y cruzar unos arroyos para llegar a la cascada”.

Anotamos las indicaciones en un folleto con historias del sur del país, entre las que subrayamos en exclusiva para esta entrega las deplorables peleas entre duendes y perros por la rosa mosqueta; y la combustión espontánea de las chimeneas de pino, con fuegos que no les perdonan el color a las retamas, los lupinos y los farolitos chinos.

Parpadeaba Ñivincó en el GPS el día que nos subimos a la ruta de los Siete Lagos. Éramos una murga pequeña: la Mary, mi vieja; Lu, mi novia; Vicky, mi cuñada; y Ale, mi hermano. Un temor sobrevolaba el ánimo del equipo. Había que entrar 4 kilómetros en el bosque y la Mary tiene una rodilla mala que la podía parar en seco. Para completarla, en contra de todos los consejos, llegamos a las 12.30 al sendero y había que hacer el recorrido con el sol filoso de diciembre.

Ya se discutía el proyecto en murmullos cuando vimos que mi vieja empezó a hundir palos en la tierra. El elegido iba a ser uno de esos que se lleva el agua, pero marcado con un nombre fuerte (pensé en el de mi viejo), para que la acompañe hasta la cascada. Cuando encontró su bastón, salió disparada. “Nos vemos más adelante”, tiró, y se fue como si la llevara Mandinga. Era la señal, no había forma de echarse atrás.

Patas mojadas

Si va a Ñivincó tenga en cuenta estos apuntes: tres veces tendrá que entrar al río; habrá algunos senderos en subida; lleve agua, cúbrase la cabeza y use filtro solar. Recomiendo unas zapatillas livianas y que se puedan mojar porque si bien el río Pichi Traful se puede pasar descalzo o en ojotas, la corriente es helada y estruja los dedos.

Le metimos "pata" y a los 15 minutos salimos al primer remanso. Hicimos una pausa a la sombra para ver por dónde nos convenía cruzar, marcamos la senda evitando las zonas más profundas. Ahí, donde se anuda el lecho del rio y la luz del sol viborea con un tono berilo, los colores del sur se ven mejores si uno se aleja.

Entramos al cauce como si nos coláramos por una ventana que reflejaba la pausa del amancay, unas cumbres nevadas, los brazos de los ñires. Parece que empujáramos el cielo con cada paso: vamos rápido hacia la vera contraria y les abrimos agujeros a las imágenes en el agua.

A mitad de camino pasamos por un túnel que forma el bosquecito. En esa sombra amarilla recordé lo que había leído la noche anterior sobre el tábano. De “manija”, había buscado información sobre el bicho y sólo saqué en limpio que no tenía que usar perfume porque atrae al moscón, lo enloquece. Dormí mal pensando en la “coliguacha”, como también le dicen.

Seguimos y mi vieja nos previno de las trampas de las raíces y de las cañas de colihue, pero el peligro mayor se anunciaba: la pelea cuerpo a cuerpo con los tábanos. A las puertas del encuentro recordé que me había bañado en perfume esa mañana, era un caramelo para la avanzada del bicherío. La batalla fue larga: mi novia y mi cuñada revoleaban los bolsos; mi hermano se azotaba con una toalla; yo me dejaba la marca de los cachetazos en el cuello y en las piernas.

La gente que tenía la mala suerte de encontrarnos en ese momento –fueron unas cinco batallas en total, sin bajas humanas ni animales– podía vernos como presos de una especie de pánico murguero, protagonistas de una página triste de la historia del perreo. La Mary parecía inmune; se había atrasado un poco, pero apretaba la mano y sentía como crecía el latido del agua.

La vena

A los 40 minutos llegamos a la playita que ilumina la cascada. Veíamos con claridad un salto de unos dos metros, pero una vieja lenga nos tapaba el pabellón mayor y nos obligaba a hacer un trecho más hasta el pie de la caída de agua. Nos sentamos a comer algo y estuvimos listos para vadear el río una vez más y subir la cuesta. Mi vieja nos miraba desde la sombra, no se animaba a cruzar y que la junta de las rodillas naufragara.

Vicky y Lu alcanzaron primero la cima del peñasco y se las llevó un copo de gotas. Apuramos el paso con mi hermano y lo que vimos fue como un rayo. Ñivincó tiene aire de mundo recién nacido, el muro de piedra negra de 40 metros de largo tiembla con el golpe de la corriente. Cuando uno se concentra en el agua el piso truena y el bosque entero serpentea. Quedan desnudos los ojos, uno no puede dejar de ver el nervio partido de la tierra.

En medio de la fascinación, la vimos llegar a la Mary a palazo limpio. Se reía y repartía abrazos grandes. Se acomodó en un ñire seco y –no sé si ahora hablo desde la memoria o desde la imaginación– me pareció ver que susurraba el nombre de su bastón, su compañero, y le agradecía la fuerza para andar esa huella larga. Le alegraba la cara el resplandor del agua. Se quedó ahí como si vivir sólo costara vida. En lugares así nada justifica la prisa.